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miércoles, 6 de febrero de 2019

Fragmentos sobre la (no) indicación de un acompañamiento terapéutico. Mauricio Porto, acompañante terapéutico, psicoanalista. (Brasil)


Fragmentos sobre la (no) indicación de un acompañamiento terapéutico.

            Soy acompañante terapéutico de la ONG ATUA - Red de Acompañamiento Terapéutico. También soy psicoanalista, y viví una situación con un paciente en análisis en la cual pensé sugerir el acompañamiento terapéutico, pero terminé no haciéndolo. Aquí intentaré decir porque no se indicó un acompañamiento.
            Gustavo es un muchacho que, a los veinte años, tuvo un brote. Llegó hasta mi consultorio traído por los padres cuando ya no salía más de su casa. Había cambiado el día por la noche, veía televisión todo el tiempo, no se bañaba, ni comía, por asco, la comida en que fulano hubiera tocado. Sin embargo lo peor se pasó cuando empezaron los ataques agresivos, primer contra la madre, después contra la hermana, después el padre, hasta pegarle a la abuela.
            Hacía ya un año que Gustavo había terminado el secundário. Desde entonces, se aislaba dentro de casa. Sus únicas conexiones con el mundo exterior eran la televisión y las historietas (comics). Para dimensionar la gravedad de la situación, debo decir que, ya en el período inicial del tratamiento, Gustavo, después de pelearse violentamente con la hermana, amenazó suicidio rompiendo los vidrios de la ventana del departamento donde vivía, para tirarse desde allí.
            Llevamos un buen tiempo del análisis hasta que Gustavo comenzó a verse fusionado con los personajes de las historietas, y así transformo su vida en una especie de universo mágico y fabuloso. Solo después de esa distinción, pudimos investigar la mitología de sus super-héroes y super-enemigos. Eso permitió que él se reorganizase emocionalmente, pudiendo volver a frecuentar las clases preparatorias para los exámenes de ingreso a la facultad.
            La mayor demanda de contacto con los otros, aunque mínima, volvió a aterrorizarlo. La enorme retracción y la intensa angustia por tener que estar en el mundo, muchas veces me llevaban a pensar en sugerirle el acompañamiento terapéutico. Imaginaba que un curso de dibujo de historietas, por ejemplo, sería un excelente dispositivo para Gustavo ejercitar sus formas de comprender el mundo.
            Pero, a lo largo del tiempo, me di cuenta qué los “nos” de Gustavo no significaban solamente retracción. Pedía sobretodo una vida filtrada a través de su lentifición. Talvez porque hayamos encontrado esa lentitud, Gustavo presentó los exámenes e ingresó en la facultad. Él se puso muy contento con esa perspectiva de devenir adulto, en la manera más ordinaria que la mayoría de nosotros se organiza: una facultad, y después, una profesión.
            Mientras tanto, en las vísperas del inicio de las clases, Gustavo llegó al pánico absoluto. Temiendo los tradicionales ritos de iniciación, muy comunes en Brasil, no sabía como llegar a la facultad para asistir a las primeras clases. El miedo de ser humillado lo hizo comenzar las clases solo en la tercera semana. La ansiedad de Gustavo creció hasta que el me confirmó que nunca más volvería a la facultad. En ese mismo día, su madre me llamó al teléfono para decir que se dispondría a quedarse en la esquina de la universidad mientras Gustavo intentase permanecer en la sala. Fue entonces que pensé otra vez en el a.t.. Pensé en el a.t. como una referencia, álguien no discrepante, disponible para Gustavo y su horror. El a.t., además ser menos infantilizante y menos endogámico de que si la madre estuviese allá, podría favorecerle a Gustavo ese início, difícil ya de entrada.
            Mientras pensaba en todo eso, sentía un nítido desaliento cuando imaginaba indicar un a.t. para estar con Gustavo en ese início. Entendí qué sugerir un a.t. significaría el veredicto a respeto de mi desconfianza en la capacidad de Gustavo para enfrentar aquella situación tan crítica. Comprendí que Gustavo necesitaba contar con sus propios recursos: tenía algún deseo de superar la situación, los padres estaban próximos y podrían, por ejemplo, llevarlo hasta la puerta de la facultad; y que todo aquello no se sustentase, significaría que Gustavo no estaba preparado para dar un paso de aquel tamaño.
            A los pocos días y con mucho trabajo psíquico, Gustavo logró aproximarse a dos muchachos con quiénes estableció un vínculo y esbozó un lugar para soportar los comienzos. Todo este esfuerzo, no evitó su desistencia temporaria, ocho meses más tarde...
            Pero seguir ese análisis nos llevaría hacia más lejos de lo que nos interesa aquí, que es la indicación de acompañamiento terapéutico. Interesarnos comprender que Gustavo, desde el comienzo del análisis, traía su deseo: él no quería salir de casa, él no quería venir al análisis, él no quería hacer ninguna cosa; cuando pudo ir a la facultad, inmediatamente él ya no quería ir a las clases. Tenía un “deseo de no”. De ese modo, mantenía preservada una unidad para su persona.
            Sé que se trata de una posición bien difícil y arriesgada ésa de afirmarse “siendo-no”... El fuerte incómodo que siempre sentí al pensar proponerle el acompañamiento terapéutico, tan fuerte a punto de nunca haberse materializado, venía de ese "deseo de no" que Gustavo oponía. Había en el una interioridad, un Yo formado, una Forma en la “forma del no”.

            Ahora, aproximemos esa experiencia con Gustavo del fragmento de un acompañamiento terapéutico hecho por un colega a.t., que yo seguía en una supervisión en grupo[1]. Desde  el inicio de ese acompañamiento con Alberto, el a.t. detectara en sí mismo un cansancio, causado por el “enyesamiento” de estar, todo el tiempo, al lado de un muchacho inmovilizado y helado, que no dejaba pasar nada. La historia de Alberto era llena de abandonos y una separación abrupta de la madre lo lanzara en una especie de derrumbe incalculable. Su inmovilidad paralizante intentaba garantizar una mínima interioridad para su cuerpo en riesgo de dilución.
            Hacía ya algunas semanas que, cuando el a.t. llegaba, Alberto estaba siempre sentado en el sofá. Permanecía en el mismo lugar y, a veces, en la misma posición corporal, durante todo el encuentro. Las miradas y las palabras eran raras, inclusive si el atê trataba de establecer algún contacto. La impresión de “empiedramiento” solo crecía. Congelado, Alberto no contestaba a las preguntas del a.t., ni reaccionaba a los toques que el atê experimentaba hacer en su cuerpo.
            Todo seguía alrededor de ésta casi catatonia, cuando una única cosa empezó andar. En este estado de parálisis, Alberto, en algún momento del encuentro con el a.t., empezó a babear. Lentamente, la saliva que se acumulaba en su boca desbordó, y empezó a escurrir por un canto de los labios, derramándose sobre la blusa, sin cualquier reacción de parte de Alberto. Aquella baba, escurrió adelante del a.t., como un interminable rio de saliva. Corrió sin parar, causando enorme asco en el a.t.
            Alberto parecía auto-provocarse sensaciones a través de esta substancia líquida, como hacen los autistas. Esa boca de Alberto que babeaba, abierta en la presencia del a.t., era la apertura para la dilución infinita del yo, pero era, al mismo tiempo, la configuración de una puerta para lo Abierto.
            Entonces, en ese instante, el a.t. hizo el gesto interpretante: agarrando un pañuelo de papel, empezó a enjuagar la baba de Alberto, comenzando el contorno de este agujero de dónde vertía lo sin-forma. A medida que limpiaba la baba de Alberto, el atê le suministraba las primeras marcas de algún borde. Mientras el atê circunscribía para Alberto su boca, dibujandole el esbozo de una finitud, pasó a describir su gesto. Le contaba que estaba limpiándole la boca, porque una vez más ella empezara a verter. Limpiabale la boca inerte, pensando que Alberto podría cuidar de adentro; podría... pero ya que dejaba desbordar lo de adentro, el atê secabale la baba, contornándole una boca.
            Esta situación toda se repitió más algunas veces, hasta que el propio Alberto empezó, con un pañuelo, a cuidar de la propia baba, mostrando su comprensión a respeto de los gestos del a.t.. El salto puede ser enorme, pero dos meses después de ese episodio, una pelota que siempre estuvo parada por ahí surgió, desplazando el campo de juego del cuerpo de Alberto para el espacio del patio de la casa. Alberto, sorprendentemente ágil, jugaba a la pelota.

            Entonces, dejaré en el aire una idea que me hizo aproximar ésas dos situaciones clínicas aparentemente tan diversas. Parto de la constatación de que tanto Gustavo como Alberto están enfermos; o sea, tienen disminuidas sus capacidades de producir vida en sus propias vidas. Toda fuerza libidinal de cada uno de ellos es investida principalmente en la autoconservación de sí mismos. Pero, cada uno de ellos se enferma de modo distinto: Gustavo, por un lado, afirma, para sí y para los otros, un deseo y una voluntad propios. Mientras afirma deseo y voluntad, al mismo tiempo, enflaquece aquello que afirma cuando afirma un deseo-de-no y una voluntad de negar... Al hacer de la negación, su voluntad, desprecia la vida y la enflaquece. Transforma su vida en una ficción, irrealiza la vida, idealizandola en otra forma que yo llamaría de superior.
            Si Gustavo demuestra tal voluntad de negar, Alberto hace otra cosa, más radical: Alberto es el protagonista del nada de voluntad. Para él, no se trata de la voluntad de negar, y sí de la negación de toda voluntad. Su enfermedad es la extinción, el no-ser. Respira la abolición de la vida y en ese sentido, está mucho más abrazado con la cara mortal de la Muerte[2].
            És en la senda de esa diferencia que podremos comprender porque Gustavo resiste y recusa la entrada del atê, mientras Alberto lo recibe. La resistencia de Gustavo corresponde a la capacidad qué él tiene de afirmar algo del vivo, aunque afirme una vida negativada, mientras que Alberto quiere y necesita alguien a su lado, en su habitación, más cerca, ligado a su cuerpo que cayó en la pasividad mortífera y sin palabras.
            Así, hasta que punto podemos avanzar en la generalización para determinar en que situaciones psíquicas el acompañamiento terapéutico es una indicación qué puede dar luz a un cuerpo, y dar un cuerpo a las palabras, ¿y en que situaciones es contraindicado porque no haría más que “psicologizar” la vida y detener lo vivo?

Noviembre, 2003.
Mauricio Porto, acompañante terapéutico, psicoanalista.
Institución: ATUA – red de acompañamiento terapéutico.


[1] Agradezco a Enrico Faldini con quien tuve la oportunidad de compartir esta elaboración del acompañamiento terapéutico.
[2] A causa de ese propio lanzamiento en lo tan abissal, Alberto aproximase de otra muerte: una muerte que no termina, una muerte que antes es un poder-morir, infinitas veces. Esa muerte que antes es un morir, es la cara vital de la muerte. Es lo Informe. Es también aquello que Freud llamó de Inorgánico, tiempo del originario, ámbito del brotamiento original de las pulsiones antes de sus destinos, espacio intacto del Real.

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