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jueves, 20 de agosto de 2015

2 artículos que nos enviara nuestro colega mexicano el Lic. Muan Manuel Rodriguez Penagos

Les envio dos articulos de AT.

Primer Articulo

1. Fantasmagorías: Pa(i)sajes de la cura en un caso de psicosis.

Las psicosis parecen mostrar al padre por su ausencia. Un Dios ausente encarna desde una erotomanía, en todo el universo; en palabras de Lacan: “... un crepúsculo del mundo”1. El delirio se impone, rompe límites. No es la ficción del sujeto que soñaba Nietzsche, pues el delirio es un infierno hecho a la medida y con la omnipotencia de la fantasía; avienta al cuerpo fragmentado del sujeto a un mundo como el de Alicia en el País de las Maravillas; acercándose más a la pesadilla. Finalmente, el sujeto queda sin mito: una épica encarnada. Así se instala la realización alucinatoria del deseo, siempre insatisfecho y alucinado, donde la fantasía se impone con la misma potencia que la certeza delirante.

La clínica psicoanalítica contemporánea aporta nuevas pistas para incluir en este campo a las psicosis, pues en tiempos freudianos, su tratamiento requería de corpii teóricos nuevos para poder acceder a ella. Algunos autores como Victor Tausk, y posteriormente Jaques Lacan, han abierto el camino para dar cuenta del delirio a través de la escucha, de la transferencia y sobre todo de las formaciones de lo inconsciente. Los nuevos posicionamientos teóricos también inciden en la técnica; en este sentido es que se desprenden nuevos planteamientos para hacer posible un tratamiento fundado en la escucha.

Como todo proceso psíquico, el saber está íntimamente ligado a la fantasía. Más aún, los pensamientos conscientes e inconscientes se articulan en el preconsciente a través de la fantasía, la cual es, con todo derecho, una forma de realización del deseo. Desde El creador literario y el fantaseo2, Freud recuerda la relación entre la fantasía, el saber y el sujeto; también en La novela familiar del neurótico3, ubica la realidad y la historia psíquica del lado de la ficción, nutrida de los mares de la fantasía. Esto permite señalar el principio de una polémica más vasta y compleja: aquella que emerge en la clínica de las psicosis, en la cual se invierte el lugar de la transferencia, la operación clínica de la fantasía del analista; es decir, la escucha del cuerpo.

La primera parte de este artículo contextualiza el marco teórico donde el objeto de estudio de la teoría no es ningún sujeto, pues sigue siendo objeto de la ciencia; por ello la relación entre teoría y clínica se reedita en cada caso a partir de sus diferencias. La segunda parte se refiere a un caso clínico, un pasaje necesario desde la teoría hacia la clínica, un entrecruzamiento para mostrar un camino recorrido por la transferencia: un sendero del fantasma. También desde el lado de la teorización estamos produciendo una ficción, proceso afín a aquel recorrido por el propio sujeto. Surgen, por lo tanto, las interrogantes: ¿Qué lugar ocupa el analista? ¿Cómo poder, desde el lugar del objeto, ser motor de la fantasía y de la transferencia en un caso de psicosis?

Pa(i)sajes de escritura en un caso clínico

Pa(i)sajes significa al mismo tiempo interioridad y exterioridad. Como la escritura, muestra un nudo entre el adentro y el afuera, al igual que el sujeto y su ficción. Desde la lógica de las psicosis, lo simbólico opera como signo y, por lo tanto, está imposibilitada la escritura desde aquella dimensión. Existe una falla, lo cual no implica que no se pueda escribir de otra forma a partir de otra lógica.

Llamo a este caso Cristophe por la relación delirante que él sostiene con el mito de Cristo. Sin embargo, este no fue ni el más importante ni el más duradero de los aliados imaginarios que se produjeran en el devenir de la transferencia. La forma de presentación no es cronológica, pues lo que se pretende es tener una lectura más próxima a un tiempo lógico. Las formas de la escritura y de la fantasía mostraban un movimiento constante; desde ahí, se pueden formular algunas preguntas en relación a la estructura, la transferencia y el advenimiento de una cura.



Primer instante: El pasaje al acto

Cristophe se presentó en mi consultorio el 3 de noviembre de 1996, después de una llamada en la que pedía, angustiado y con urgencia, a alguien con quien hablar. Cabe mencionar que la tía de Cristophe había marcado el teléfono y lo había comunicado conmigo; treinta minutos después de la llamada, el paciente llegó delirante acompañado de su madre y su tía. Él venía en un estado de intoxicación, ya que la noche anterior había consumido 80 semillas de olioluqui, o semillas de la virgen4; afirmaba, en un estado de angustia, que había ingerido los alucinógenos con un amigo durante el día de muertos (2 de noviembre), con el fin de ‘mutar en vampiros’.

La utilización de drogas para la ritualidad era una práctica frecuente de Cristophe y siempre tenía como finalidad la mutación del cuerpo. Al compañero de rituales de Christophe, los brujos le habían hecho suponer que la semilla a la que él llamaba semilla de poder, rebelaría su verdadero yo. El episodio delirante se había desbordado en una amenazante alucinación que involucraba a Cristophe con vampiros perseguidores. Los efectos de la semilla habían surtido efecto hasta la primera sesión de Cristophe. El delirio pasó por los objetos del consultorio, pues de pronto el paciente salía, tomaba una planta, la pegaba a su cara y decía: “Yo me quiero hacer uno con la naturaleza”. A partir de ese acto y al término de cuatro horas en las que se buscó contener el delirio, parecía finalmente disminuir el nivel de angustia de Cristophe, situación evidenciada en su discurso y vivencia. Es en este punto en el cual se revela la importancia que
 los objetos tendrán en el devenir de la cura.

En respuesta al estado en el que se encontraba el paciente, di la indicación de tres sesiones analíticas a la semana; además, consideré necesarios acompañamientos terapéuticos diarios durante un periodo de aproximadamente 8 meses. Al comienzo, estuvo medicado con Haldol, bajo una dosis que fue reduciéndose a medida que avanzaba el tratamiento. Al inicio, la apuesta terapéutica era el poner en palabras la angustia de Cristophe y contener un posible pasaje al acto durante los episodios de mutación corporal alucinatoria. En dichas circunstancias, el sujeto no medía las consecuencias de actos derivados de aquel mundo impuesto; estaba inundado de un deseo omnipotente.

Al comienzo del tratamiento, el paciente tenía 17 años y vivía en los suburbios del Distrito Federal. La familia tenía una estructura singular: Christophe y su hermano menor, a quien llamaremos Alejandro, vivían con su madre. Los padres se habían separado cuando Cristophe tenía 7 años dado que, según la madre, el padre era muy agresivo; el padre había sido internado en un hospital psiquiátrico y esto le había provocado una ‘experiencia traumática’ con todos los doctores. El padre se había ido a vivir con la abuela desde la separación con la madre, lo cual lo dejaba fuera de posibilidades de atender a sus hijos y lo condicionaba a una relación patológica con la madre, de la cual comentaba: “Ella tuvo un pendejo que se encargara de ella y tres otros que no hacían nada”. Tras varios meses en análisis y al momento de hablar de su padre, Cristophe dijo con rabia: “¡Él también está bien esquizofrénico! Ayer me habló y me dijo
 que tenía un presentimiento de que algo me iba a ocurrir. Puede que esto tenga que ver con mi manera de ser”.

Cristophe tenía como radio de acción algunas pocas cuadras de su barrio. A pesar de siempre haber mostrado una capacidad artística privilegiada, no conocía ningún museo. La mayor parte del día lo pasaba viendo televisión; sus escenas favoritas eran las batallas de personajes animados y fantásticos de las caricaturas -aquí vislumbramos las transformaciones de un cuerpo que vuelve a decretar sus bordes. Él jugaba a mutar en estos personajes violentos que poseían grandes poderes y quienes a menudo formaban parte de su discurso delirante, muestra de la omnipotencia del deseo en el delirio.

Alrededor de los 16 años, a partir del motor eléctrico de un juguete y otras piezas, Christophe construyó una máquina para tatuar su propio cuerpo. Su tatuaje preferido correspondía a Mandibulín5. Le gustaba este personaje porque, en sus palabras, “nadie me comprende(ía)”. Otro tatuaje era una cadena en el pie para “mantenerme pegado a la vida”. Podemos afirmar que los tatuajes constituyen una forma de escritura, pues, según el propio discurso de Cristophe, representan personajes identificatorios, ya que son también una forma de apropiación del cuerpo. El paciente decía que convivía con estos personajes después de inhalar cemento.

Antes de la crisis del día de muertos, Christophe había tenido la certeza de poderse convertir en vampiro, figura central de su delirio. El retorno de lo real parecía poner en escena la alucinación, a tal grado que producía recurrentemente pasajes al acto; por ejemplo, en varias ocasiones, habiéndose transformado en vampiro, se lanzó de un segundo piso actuando la omnipotencia épica de su alucinación. En otras, el vampiro lo seguía, encarnando el lugar de perseguido para posteriormente devenir perseguidor: nuevamente, se muestran indiferenciados exterior e interior. A manera de intervención en lo real, la hora de las sesiones variaba para coincidir con la puesta del sol, pues era un espacio y un tiempo especialmente amenazante en el delirio; es decir, el tiempo lógico de Cristophe. Así, el vampiro vino a representar el primer cuerpo del fantasma del que se desprendiera toda una genealogía que participaría en la cura.

Las encarnaciones del perseguidor también se produjeron cuando comenzaba a seguir a transeúntes; violencia dicotómica, esquizoide. Con frecuencia perseguía a personas hasta preguntarles si eran vampiros. En una sesión, señaló: “El bien y el mal me comprimen.” Otra forma de mostrar este pensamiento dicotómico se expresaba a partir de la introducción que Cristophe hacía de la dualidad Yin-Yang, momentos en los cuales él decía que, junto con los vampiros, el Yang llegaba al atardecer; menciona que en una ocasión el yang le había dicho: “Mi padre puede ser asaltado, mi madre puede ser violada, mi hermano puede ser secuestrado.” Recordemos, además, que este discurso era el delirio paterno.

Del delirio al objeto: La construcción de un cuerpo


A la mitad de un episodio delirante, mientras hacia un cigarro de marihuana, Christophe había visto un brazo en el cigarrillo; a partir de esa imagen, se le había ocurrido una técnica que consistía en hacer muñecos con cinta adhesiva. La construcción de muñecos y la evolución en la forma de construirlos, así como su función, se convertirían en una estrategia fundamental para contener los episodios delirantes; un pasaje a través del cual pudo ponerse en objeto la realización del deseo. Los nombres de los primeros muñecos se componían de neologismos, tales como Shadooka y Jagnob. Al principio de la construcción de los muñecos, Christophe había tenido la certeza omnipotente de darles vida, es decir, una manera de asumirse como un Dios.

El primer muñeco que Cristophe trajo al consultorio fue una gárgola de grandes dimensiones. El artefacto no estaba terminado, le faltaban los pies y las manos, aunque contaba con senos. Christophe menciona que cuando pudiera ponerle pies y manos, él se sentiría mejor.  A la siguiente sesión, llevó la gárgola con cabeza, además de un ángel y un hombre sin cabeza. Después de algunas sesiones, a la gárgola ya terminada y pintada de rojo, la llamó Yang; a la figura humana, la llamó Ying; y a otra figura humana, mitad roja y mitad amarilla, la llamó Ying-Yang. Al principio, los cuerpos de estas figuras eran rígidos y desarticulados; después, la técnica había evolucionado. Lo que Cristophe llevaba a las sesiones parecía mostrar, además de una gran habilidad creativa, una manera de restituir el cuerpo fragmentado del delirio a través de una representación física.

A cada sesión llegaron nuevos personajes; en una de ellas, me pidió que guardara los muñecos en el librero del consultorio. Como parte de una estrategia clínica, propuse que los muñecos tuvieran voz dentro de la sesión, a manera de juego. La primera regla del juego era darles un nombre propio y escribir sus funciones en un ‘registro civil’ que juntos instituimos. Por ejemplo, dos sesiones después de la instauración del ‘registro civil’, llevó a Genshua, un ave con garras con las que lograba adherirse al suelo: “Él se alimentaba de ilusiones”, explicaba Cristophe. A la siguiente sesión trajo a Shadooka, cuya función era la de “guardián del desierto que protege los deseos que pueden aparecer ahí”. Lo más sorprendente del despliegue imaginario era la riqueza de los contenidos que llevaba a la sesión y la forma en que cambiaban los horizontes de su discurso: ese mismo día, comenzó a hablar del odio que sentía hacia su
 padre. A la siguiente sesión llevó al maestro de muñecos, quien a su vez también construía muñecos. Así, el padre empezaba a ser hablado de diversas formas a través de los objetos; producía una representación en los objetos y después en las palabras, lo que le permitía tramitar algunas de las dimensiones delirantes fundamentales, como lo era la relación con su padre. Cristophe pasaba, por ejemplo, del delirio de ser dios y dar vida a construir un muñeco que representaba al padre, en tanto que, desde esta posición, podía crear nuevos muñecos.

Al ser disminuida la dosis del Haldol y sus efectos secundarios sobre el cuerpo, Cristophe comenzó a diseñar muñecos con articulaciones más funcionales. La aparición de los muñecos y sus poderes de contención pusieron en juego lo imaginario de una manera distinta, en tanto que se distinguía de las formas delirantes y lograba convertirse en un vector para la cura. Nuestro paciente reagrupó sus muñecos, por un lado en una generación X y por otro, en la Z, con el fin de combatir a las presencias persecutorias: había creado una sociedad de aliados imaginarios, una armada organizada: un corpus social. A modo de un amuleto, un fetiche, en tanto objeto de poder, era una manera de contener la angustia entre un universo sin bordes y un ejército imaginario con el cual podía defender el territorio del narcisismo.

Del objeto al juego: El espacio-tiempo de los muñecos

La lógica del juego se estableció como una lucha entre los ejércitos imaginarios y los perseguidores. La armada alojada en el consultorio, organizada como un ejército, mostraba una forma de lo social, estructuraba lo social entre lo que le era impuesto y lo que él creaba. Del delirio de dar vida, pasó al juego de los muñecos. El hablar y escenificar permitió construir otra dimensión del discurso y redujo el riesgo de un pasaje al acto; esto significa que se hace un desplazamiento desde el objeto, desde el cuerpo y desde lo social para poder construir una cura. Entre el delirio y el objeto fetiche se produce un discurso, el cual da vida a otra forma de significación del delirio y de otra lógica impuesta en el fetiche como objeto de poder. El juego se escenificó como una ensoñación (tagtraum), lo cual mostraba la instauración y operación del preconsciente como una instancia propia de la neurosis; lo que se mostraba cada vez más en el
 espacio de su análisis eran diferentes formas de significación propias a las tres estructuras psíquicas.

Las sesiones de juego le dieron un lugar para inventar al otro, quizá tejiendo una red bajo el nombre propio frente al abismo de lo real. Las historias escenificadas a través de los personajes recreaban un lugar desde la ficción del sujeto: clasificar, organizar una armada contra el delirio y con una dimensión de objeto, quizá fetiche. Esto produjo efectos en su devenir, es decir, en las persecuciones. Los muñecos atestiguaban el cambio de estatuto desde lo alucinatorio hacia un lazo social que permitía tejer desde otra lógica; es decir, pasar de la invasión del Otro del goce infinito hacia la posibilidad del otro como semejante.

El consultorio llegó a alojar más de 100 muñecos de toda índole: antropomorfos, gárgolas, dragones, etc. Una vez que estos objetos mostraron su eficacia, Cristophe hizo aparecer la generación X, comandada por Espectro y Brian Gesto, dos personajes inventados por él. Brian Gesto se alió con los mutantes para cambiar al mundo. La historia de esta generación, según Cristophe, es la siguiente: “Una dama estaba a punto de ser asaltada cuando Espectro salió de una coladera para defenderla y fue en ese lugar en el que Brian Gesto lo vio y lo siguió hasta que le dijo que se uniría a su causa. Ellos lucharán desde las alcantarillas y lucharán por un mundo mejor”. Esto muestra una dirección de la cura en donde parece mostrarse una posibilidad de lo que signifique ese “mundo mejor”.

La genealogía de los muñecos iba en constante aumento; Cristophe organizó diferentes comandos para ampliar su territorio: después de la aparición de la generación X, surgirían el comando Europa, constituido por Alejandrina, los primeros indicios de sexuación en la forma de una muñeca mujer; Altera; Carlos, el más joven; Azo, espía americano que informaba a la generación X todo lo que el Pentágono decía; y Z-3, un robot creado por los hombres, encargado de escribir la historia.


Del juego al sueño: La puesta en acto de la dimensión imaginaria

          En una de las sesiones apareció un “yo soñé,” lo cual fue importante porque el discurso de Christophe había tomado el rumbo de la realización del deseo por diferentes caminos: delirios, fetiches, juegos, ensueños, y ahora el sueño. Esto pareció mostrar que la cura pasaba por diversas formas de significación, propias a las tres estructuras clínicas. A partir de ese momento, Christophe comenzó a llevar sueños cada sesion. Los muñecos aparecían como parte del contenido manifiesto de los sueños, lo cual mostraba la forma en que se tejía un discurso entre las estructuras. Poco a poco la idea omnipotente del pensamiento psicótico de dar vida fue cambiando hasta jugar-hablando a través de los muñecos.

Alguna vez se había soñado Christophe con un ventrílocuo que le enseñaba cómo hacer hablar a los muñecos. En esa misma sesión, llevó una pesadilla que parecía mostrar la angustia de castración: “Un equipo de peces voladores jugaba al basketball en el aire contra un equipo de pirañas que perdía el control y comenzaba a atacar al público. Salí por un corredor hasta que atravesaba un camino que me llevaba hasta el mar en donde construí un pulpo. Un chupa-sangre apareció y comenzó a luchar contra el pulpo y el vampiro comienza a ganar. Después construí un pulpo mucho más grande y esta vez él ganó contra el chupa-sangre. Yo dejé después al pulpo en el mar y en un lugar seguro”. Ahora las sesiones tenían como espacio el juego, el sueño y un discurso capaz de articularlo a él y a los otros; los períodos alucinatorios disminuían en frecuencia e intensidad; parecía vislumbrarse cada vez más un proceso secundario, algo del goce
 que se regulaba como un paso de la épica a la ficción.

El sujeto también es ficción, aquello que se teje a partir del nombre y tiene como efecto un corpus genealógico. La fantasía da cuerpo al nombre en tanto que el yo está construido como un cuerpo. En las psicosis, el cuerpo está fragmentado; por ello, en la clínica se apuesta a realizar remiendos a un cuerpo desarticulado. Los caminos de la cura se van tejiendo entre el paciente, el analista y quienes participen en el caso. Así, en esta clínica no sólo se juega el no-lugar del analista, sino además un juego de transferencias distinto con cada uno de quienes intervienen en el tratamiento de una forma articulada; a su vez una apuesta hacia lo social. Podemos ubicar aquí un punto crucial: la transferencia se dirige desde el analista, los acompañantes y el psiquiatra hacia el paciente. Estas transferencias están íntimamente ligadas al análisis de cada miembro del equipo, mientras que el proceso y lugar que cada quien le da a su propia locura
 tendrá efectos definitivos sobre el paciente. Aquí, entonces, existen al menos dos formas de trabajar la fantasía: una perteneciente a los tratantes y otra al paciente, de modo que la escucha de cada integrante del equipo se funda en su propia subjetividad.

Durante los episodios delirantes, la transferencia toma la forma erotomaniaca y todo el exterior es efecto de las formaciones del delirio, tales como son voces, sombras y cuerpos que habitan al mundo desde la certeza. El sujeto en tratamiento no delira todo el tiempo; pareciera tener la posibilidad de lo simbólico, a partir de lo cual es capaz de crear su propia cura aún con desfiladeros, vacíos y caídas. Aun cuando las formas estructurales tocan todo el discurso en el devenir del tratamiento, se presenta una lógica que llegará a cambiar durante el tratamiento. La pregunta insistente se refiere a la forma de la cura, pues este caso muestra el pasaje por al menos tres formas de significación: forclusión, denegación y represión. La pregunta que insiste, habla de la cura, pues al igual que los místicos, los psicóticos en análisis parecen pasearse por lo eterno y reincorporarse. Con Christophe seguimos en la lucha.





Segundo Articulo


Juan Manuel Rodríguez Penagos

Del destino al destinar: apuntes desde la soledad

La clínica del acompañamiento comienza con una cierta sensación abismal en la escucha, dimensión en la que generalmente se dice más por lo que se muestra que por las palabras. Ahí, la apuesta por el sujeto es el único vector que parece perfilar una dirección de la cura. Este proceso inicia, habitual aunque no exclusivamente, con la llamada de un familiar al analista para que, desde ahí, pueda tejerse un dispositivo capaz de producir aquella contención necesaria para comenzar un tratamiento. Sabemos, además, que aquello inscrito como ley en el discurso delirante es necesario para refundar al sujeto y, sin embargo, a veces no hace falta. Para poder ir caso por caso, es necesario escuchar al sujeto aún delirante, sin anteponer un saber, de modo que alcancemos escuchar el espacio de la cura.
El trabajo en conjunto entre el analista, el psiquiatra y el acompañante* (a quien nos referiremos de aquí en adelante como el “A.T.”) permite tramitar el tratamiento de un paciente por un camino multidisciplinario; en los momentos agudos de la crisis, las reuniones clínicas son un factor sine-qua-non de este tipo de tratamientos, lugar en donde cada quien establece una estrategia de la cura con algunos horizontes compartidos. El encuadre típico propuesto por Freud para las neurosis, no es suficiente para la clínica de las psicosis donde impera la significación unívoca; es decir, el sujeto no puede dudar ni producir un espacio para la palabra. Así, las interpretaciones quedan fuera de la productividad del paciente, por lo que el puro acto de escuchar puede hacer reaparecer al otro; la presencia real del acompañante apuesta a ser reconocido.
El abordaje en la clínica biologicista deja al psicótico con el estatuto de objeto, pues funda la etiología en el mal funcionamiento de un órgano, dejando de lado las diferencias entre cada paciente. Cabe señalar que no toda psiquiatría es así. En este contexto, el psicótico queda en un doble encierro: el primero se produce cuando el desencadenamiento del delirio comienza a imponerse, es decir, el sujeto desaparece con la exigencia de las alucinaciones; el segundo encierro se produce cuando en el lugar del nombre propio, aparece la nosología psiquiátrica como primordial en el narcisismo del paciente, quien asegura su lugar de objeto y la consecuente pérdida de la posición subjetiva -para algunos pacientes es más importante el diagnóstico que el nombre propio. La psiquiatría es fundamental en estos tratamientos, sin embargo su eficacia está sujeta, como cualquier otra disciplina, a la forma de escuchar.
Desde ahí es que aparece el acompañamiento terapéutico como una nueva disciplina fundada en la necesidad, como un desafío clínico y social, pues tiene consecuencias en el destino de un gran número de sujetos.
El campo de trabajo del acompañante terapéutico se da justamente en aquella relación que se da primero con un paciente con el estatuto de objeto y después con la fragmentación del discurso, para quizá después develar a un sujeto, aunque siempre encuadrado en una relación. La relación terapéutica permite una reaparición del sujeto en el tiempo y en el ritmo de lo posible. La eficacia de la relación estriba en que el devenir puede invitar al paciente a ocupar otro lugar en un compromiso de dos; reinaugurando lo social a través de un lazo terapéutico. El fin del acompañamiento puede articularse desde la relación terapéutica como algo que debe ser finito, desde un encuadre y como parte de la cura, pues si el acompañamiento se vuelve permanente, se instala una transferencia que tiende a perder su poder y su eficacia. Este escenario permite  una dirección de la cura desde los actos, es decir, a partir de lo cotidiano.
El acompañamiento terapéutico tiene como punto de partida dar un estatuto social al delirio del paciente, pues al ser escuchado, éste reinaugura la posibilidad de un lazo, dado que es desde esta dimensión social donde se produce el espacio de la cura. La responsabilidad de un tratamiento se comparte en el equipo. Sin embargo, el acompañante es quien lleva mayor responsabilidad de lo cotidiano, debido a que están en juego su propia transferencia y su escucha. Desde un principio, la apuesta incluye la política de un llamado al sujeto desde sus propios espacios. El trabajo de dos para el devenir de la cura, compromete al paciente de una manera social; el acompañante terapéutico puede hacer recordar la condición social del paciente al devolverle la mirada; es un embajador del otro en tanto que articula una clínica donde sus efectos pueden proponer nuevas formas de alteridad.
La posibilidad ambulatoria de los acompañantes permite circular en espacios donde se pueden producir actos a modo de apuesta terapéutica. Un lugar esencial para el trabajo es la casa del paciente; la circulación por los espacios familiares del acompañado permiten actos cuyos efectos regulan de manera diferente el comercio familiar; por ejemplo, la hora de la comida con la familia. Asimismo,  la clínica de las psicosis hace necesario un trabajo con la familia, donde el paciente paga la factura de esa locura genealógica. El devenir de la clínica, permite dar cuenta de los cambios en la circulación de la pulsión de muerte en el contexto familiar; es decir, cuando un paciente deja de delirar, puede comenzar a hacerlo otro miembro de la familia. Algunas veces ese destino lo ocupa el padre.
El psicoanálisis y el acompañamiento comparten una propiedad: ambos se producen como una relación artificial y, en ese sentido, ambos tienen un carácter sui-generis; en la clínica freudiana, la transferencia lo convierte en un espacio para la aparición del otro, en donde el analista se presta para que el otro lo invente desde su discurso. En la clínica de las psicosis, la transferencia comienza en el lugar del analista, del psiquiatra y del acompañante, y opera desde la forma de escuchar cada delirio en su singularidad. Al iniciar un tratamiento en un momento agudo, el A.T. generalmente es necesario como una contención frente a un sujeto en calidad de objeto que no tiene forma de reconocer al otro. 
La relación terapéutica comienza como efecto de una intervención del analista. Este contexto de inicio se desprende de las condiciones en las que el paciente llega a sesión. De esta manera, el número de acompañantes así como los espacios en donde trabajará el A.T. conforman la propuesta del analista, quien apunta a producir un espacio ambulatorio de contención y de escucha. En este sentido, el equipo de acompañantes se convierte en un dispositivo social hacia el paciente y la apuesta se centra en hacer circular de otra manera la pulsión de muerte.
El acompañamiento terapéutico puede comenzar aun desde el hospital, momento en el cual la salida gradual del paciente permite el regreso al espacio propio. La estrategia puede representar un lazo social mediante el cual la relación introduce algunas posibilidades nuevas al paciente; la alianza que se produce, le abre el camino de retorno a lo social, pero quizá de una manera que no signifique perder la propia subjetividad. El A.T. puede instrumentar, desde un inicio, una ruta trazada por el paciente; a veces poder ir al cine es más importante que emprender un viaje, sobre todo cuando esto sucede por primera ocasión. Es ahí en donde la transferencia, puesta en juego en los espacios imaginarios de lo cotidiano, produce alianzas poderosas, pues estos lugares formaban parte del territorio de la soledad.
 El trabajo en equipo respalda la forma en que cada quien escucha desde lugares transferenciales distintos. Así, el delirio y la estrategia de la cura se tejen en reuniones de las cuales se desprende una apuesta terapéutica. Allí, la planificación en el proyecto de acompañamiento con cada paciente viene a responder a lo que será la función de este lazo, estableciendo ya una dirección de la cura como desafío de dos con un carácter social. La meta no hace el camino, pues desde lo cotidiano, se trata de que el A.T. aparezca en donde se produce una gran dificultad por parte del paciente en el reconocimiento del semejante. La clínica freudiana plantea la dificultad que representa la transferencia psicótica, pero esta es solamente una de las diferencias que tiene la psicosis por sobre el dispositivo clásico del psicoanálisis. Vale la pena, por lo tanto, mostrar algunas precisiones desde la clínica de las psicosis.
La primera puerta que se abre nos muestra una posibilidad clínica; situación en donde quizás después de escuchar, puedan producirse espacios hacia los cuales encaminar una estrategia. En este sentido, el A.T. puede representar una forma de intervención conjunta que tenga el equivalente del valor de una interpretación en el psicoanálisis de las neurosis. La ausencia del proceso secundario hace que el tratamiento se desarrolle a partir de los actos, como una manera posible de intervenir desde el registro de lo real. De esta forma, la presencia real del acompañante es un borde y, poco a poco, esa frontera se puede convertir en camino; el primero que nos llevará de regreso a un lazo social posible. El tratamiento imposible se da al esperar lo que un paciente en psicosis no puede ofrecer. Al principio de algunos casos ha sido más importante el trabajo a través de los objetos, sólo después aparece la palabra y, con ella, un sujeto de la historia.
El campo de lo posible también lo podemos señalar desde la transferencia, es decir, el paciente psicótico desarrollará hacia cada miembro del equipo una transferencia especifica. Sin embargo, el riesgo lo encontramos en la posibilidad de un devenir perseguidor. La otra parte de la transferencia se juega del lado del equipo tratante. Así, podemos afirmar que también están en juego la subjetividad del analista, de los acompañantes y del psiquiatra hacia el paciente. Estas transferencias hacia el delirio, están íntimamente ligadas al proceso de análisis de cada miembro del equipo; el proceso y lugar que cada quien le atribuya a su propia locura, tendrá efectos definitivos sobre el paciente, pues se expresa en la forma de escucharlo.
La formación de cada miembro del equipo en aquello que se refiere a la teoría que sustenta su práctica, viene a constituir otra forma de poner la transferencia hacia lo que escuchan. No se trata de reducirlo a una explicación nosológica del paciente, sino que se trata de crear un espacio de escucha en donde un paciente pueda sostenerse por medio de sus palabras, sin la necesidad de un pasaje al acto. La transferencia también involucra la intuición, una apuesta hecha en actos.
En este sentido, la forma en la que se juegan los silencios es una dimensión importante. Aun si parece paradójico, es fundamental escuchar los silencios desde esa intuición de la escucha; por ello es posible decir que se escucha desde el cuerpo. Más precisamente, no sólo trabaja nuestro saber consciente, sino que solamente se puede trabajar si se introduce el cuerpo como sostén del tratamiento. Este saber inconsciente puesto en juego se expresa en la forma de las fantasías; en ello radica la principal diferencia. El equipo no puede ni debe co-delirar. En cambio, las fantasías que se producen en cada miembro del equipo permiten un trabajo a posteriori de develamiento. Las fantasías sobre un delirio permiten una elaboración que puede devolver algunos efectos sobre el devenir del paciente.
La ley comienza a reinstaurarse desde esta relación con el A.T. Al haber dos, debe haber una frontera que aparece al mismo tiempo que se produce una silueta del otro. Pasar de la lógica del uno a lo múltiple, permite la emergencia de lo simbólico; en el deambular se trazan las primeras formas de lo social y de la historia. Si la estrategia del A.T. es un regreso a lo social, los espacios públicos son un territorio donde se podrá desplegar una estabilización. Por ello, cada espacio de acompañamiento tiene el desafío terapéutico de inventar, uno a uno y a partir de su relación, una forma posible de lo social.
La lógica de dos permite el ejercicio de la ley donde el encuadre viene a ser un modelo a seguir. La hora y el lugar de la cita comienzan a ser una manera de asegurar el lugar del otro como una forma de compromiso social. El goce del Otro siempre apuesta a romper este encuadre, pero la relación terapéutica permite un tipo de función de testigo y actor en esos senderos que devienen historia. El inicio de un acompañamiento con un paciente agudo suele ser una forma de mezclar la escucha del A.T. con la épica que se produce en el delirante; el resultado es una suerte de relación quijotesca donde las batallas ya no se juegan desde la soledad.
El encuadre en la dirección de la cura viene a ser una puesta en práctica de la ley. En principio, el pacto consiste en aquel espacio en donde se comparte y se juega la palabra, pues los actos se desprenden de este intercambio. La ruta y el ritmo de la cura los señala el paciente. El A.T. se convierte en una forma del semejante; mientras que el delirio se dirige al Otro, el A.T. sólo puede funcionar como otro. Al marcar la diferencia, también aparece un territorio del semejante.
El devenir de un tratamiento se desprende de la eficacia del testigo para poder hacer aparecer actos que dejan huella en la historia, desde aquello que proponen Deleuze y Badiou como un ‘acontecimiento’. Este tipo de intervenciones pueden considerarse ‘locas’ en lo social, aunque lo único importante es la significación que le dé el acompañado al acto. Así, por ejemplo, es posible hacer la letra de una canción dentro de una escultura en un parque de la ciudad, o tocar el saxofón mientras se cantan salmos en una plaza publica. La dirección de la cura puede incluir algunos de los mencionados espacios de lo social. La estrategia es producir una travesía por los espacios excluidos anteriormente, donde el A.T. deviene un continente.
La clínica sorprende si podemos escuchar. A veces un paciente puede cambiar su discurso, pasar de delirar a soñar planteando en el camino preguntas fundamentales sobre su estructura. En algunos casos, las formaciones de lo inconsciente van cambiando de modo que pareciera más clara la lógica de una sola estructura, la estructura del lenguaje. ‘Saber menos’ permite escuchar más y dejarse sorprender, darse tiempo para comprender, dar inicio arbitrario a un tiempo lógico, a una palabra que espera una repuesta y en cuyo proceso los abismos íntimos resuenan al escuchar al otro. Esto puede ocurrir ya sea desde el A.T. o el acompañado. Finalmente, desde el comienzo fantasmático de estos casos, al equipo terapéutico se le permite aparecer como un boceto, una silueta en el regreso del paciente desde el lugar donde perdio su mirada, su propia infinitud.
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Ciudad de México, 19/oct/2011.
*A.T. - Acompañante Terapéutico

martes, 4 de agosto de 2015

El / La Orden: un fantasma en el sendero de la Cosa.

Estimados colegas, el día 5 de octubre del corriente, nos visitara desde México el lic. Juan Manuel Rodriguez Penagos, quien junto con el Lic Gustavo Rossi estarán brindando una charla en el hall central de la Sub Secretaria de Planifcación de la Salud del ministerio de salud de la pcia de Buenos Aires, sito en calle 51 nº446//La Plata. Para inscripciones enviar mail a ciat@live.com.ar o a vladimiroch@hotmail.com. Saludos